Fragmento de Quisieran que oyeran la canción que escucho cuando escribo esto
La sala era mi lugar favorito. Era espaciosa y –como la de Bogotá, que conocería años después– dejaba entrar el sol y el viento. El viento de El Salvador cumplió la misma función que cumplirían luego las revistas de Bogotá: nos salvó a mi hermana y a mí del tedio, de la soledad. El viento que entraba violento por el balcón nos ayudó a tener la imaginación en movimiento y se convirtió en nuestro mejor juguete. Salir al balcón, cerrar la puerta y esperar a que llegara el viento era la parte aburrida, pero cuando llegaba ya no había un momento de quietud. Mi hermana y yo nos parábamos en la mitad del balcón, donde solo había una silla Rímax, nada más, y a cualquier hora el viento llegaba suave para sorprendernos, para engañarnos con una dulzura fingida. Nos quedábamos así, mi hermana y yo, recibiendo el viento suave, inventando un diálogo entre dos amigas que se preguntan por qué el viento está soplando hoy si en El Salvador nunca hay viento –teníamos que actuar también porque el viento necesitaba un buen performance–. Las dos amigas empezaban a sentir que el viento se hacía más fuerte y eso les daba miedo, entonces decidían llamar a emergencias con la excusa de que el viento nunca soplaba y que hoy parecía que todas las palmeras estaban a punto de caerse, pero la llamada no entraba, o se dañaba la señal y el viento se hacía notar con furia. Nos arrastraba, a nosotras por el balcón, a las amigas por la calle principal. Nos despeinaba. El corazón nos latía fuerte. No tenía compasión, parecía enojado y nos hacía caer, nos levantaba un poco y teníamos que agarrarnos de la puerta. Mamá nos miraba desde la sala, con miedo, con ternura, con risa. Ella solo alcanzaba a oír los golpes del viento y de nuestros cuerpos en el vidrio del balcón, nuestras risas tenía que imaginárselas o recordarlas. Nosotras escuchábamos el zumbido del viento en nuestros oídos, mirábamos veinte pisos abajo y la vida seguía tan normal y después volteábamos, veíamos a la otra haciendo muecas, riendo como un mimo, moviéndose o dejándose mover bruscamente por el viento y, cuando notábamos que no podíamos oír nada más que el viento, volvía a nosotras la risa y el vacío en el estómago, y caíamos en el piso del balcón, al borde del llanto por la carcajada. Ese debió ser nuestro juego favorito. Lo jugamos tantas veces como quisimos y nunca nos aburrió. Volvería, alquilaría aquel apartamento y recibiría el viento una vez más, fuerte y dulce después. Lo jugamos hasta el día en que sopló tan fuerte que nos sacó lágrimas de los ojos, dejó a mi hermana desnuda y lanzó veinte pisos abajo la silla Rímax. Mamá dijo no más y así fue. El juego acabó.
Las sedes fueron
Apoyaron
Acompañaron