Fragmento de “El matrimonio de los peces rojos”
Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas lo vi moverse dentro de su pecera redonda. Tampoco saltaba como antes para recibir la comida o para perseguir los rayos del sol que alegraban su hábitat. Parecía víctima de una depresión o el equivalente en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz. Eso fue lo que más tristeza me dio al verlo ayer por la tarde, flotando como un pétalo de amapola en la superficie de un estanque. Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver.
Oblomov no fue el primer pez que tuvimos en casa, sino el tercero. Antes de él, hubo otros dos del mismo color a los que sí observé y sobre los cuales llegué a informarme con gran interés. Aparecieron un sábado por la mañana, dos meses antes de que naciera Lila. Nos los trajo Pauline, una amiga común, en el mismo recipiente donde murió su sucesor. Vincent y yo recibimos el obsequio con mucha alegría. Un gato o un perrito habría sido un tercero en discordia y un estorbo en nuestro apartamento. En cambio, nos gustaba la idea de compartir la casa con otra pareja. Además, habíamos oído decir que los peces rojos dan buena suerte y en esa época buscábamos todo tipo de amuletos, ya fueran cosas o animales, para paliar la incertidumbre que nos causaba el embarazo.
(En El matrimonio de los peces rojos)
Las sedes fueron
Apoyaron
Acompañaron