Fragmento de Las impuras
Un día se sentó a mi lado. El común de la gente cree que espero a alguna persona, así que pensé haber provocado una nueva confusión. Aventuré que no tardaría en preguntarme por alguien a quien yo no conocía o sobre la salida hacia cierto lugar (sobra decir, porque ya lo he hecho, que yo no me iré nunca. Ni hoy ni mañana. No mientras desconozca qué hay de provechoso en irse).—¿Qué anotas en tu libreta? ¿Por qué observas tan reconcentrada y escribes? —preguntó.
—No lo sé. Tal vez sea lo único que puedo hacer.
Me dijo que necesitaba ayuda. Le hacía falta una mentira.
—Los mentirosos —precisó— se distraen con lo que pasa alrededor suyo y después se hunden en sus cuadernos, como tú.
Le dije que tal vez yo no era la adecuada para mentirle a ella, que no sabía cuál era mi propósito en la vida, ni si trascendía el simple estar ahí, en esa estación de autobuses.
—Vengo a salvarte —dijo sonriendo—. Yo soy tu propósito. Y te requiero con urgencia.
IV
—Necesito una historia.
—¿Y sobre qué trataría?
—Sobre una mujer.
—¿Una cualquiera?
—Bueno, no. No una mujer cualquiera. Es mi historia. Necesito que inventes quién soy.
Y acarició mi mejilla con ternura, como si evocara un recuerdo íntimo.
V
—¿Tenemos un trato?
—¿Trato?
—Sí, un trato. Que narres mi pasado, que escribas sobre mí.
—¿Y comienzo a escribir así, nada más?
—¿Por qué no?
—Porque necesito saber, por lo menos en mi cabeza, quién eres.
—Yo no soy nadie, niña: no tengo recuerdos.
—A ver, calculo que naciste en 1940. Tienes alrededor de sesenta años.
—¿Eso crees?
—Sí, eso creo.
—Entonces, es verdad. Nací en 1940 y tengo sesenta años.
Las sedes fueron
Apoyaron
Acompañaron