Fragmento de Casas vacías
Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes. No recuerdo más. O sí: estaba triste porque Vladimir me avisaba que se iba porque no quería abaratar todo. Abaratar todo, como cuando algo que vale mucho se vende por dos pesos. Ésa era yo cuando perdí a mi hijo, la que de vez en cuando, entre un conjunto de semanas y otro, se despedía de un amante esquivo que le ofrecía gangas sexuales como si fueran regalos porque él necesitaba aligerar su marcha. La compradora estafada. La estafa de madre. La que no vio.
Vi poco. ¿Qué vi? Busco entre la urdimbre de recuerdos visuales cada detalle de los hilos conductores que me lleven, al menos un segundo, a saber en qué momento. ¿En qué momento, cuál, no volví a ver a Daniel? ¿En qué momento, en qué instante, entre qué gritito de un cuerpo de tres años contenido, él se fue? ¿Qué fue lo que pasó? Vi poco. Y aunque caminé entre la gente gritando su nombre repetidas veces, el oído se me volvió sordo. ¿Pasaron carros?, ¿había más gente?, ¿cuál?, ¿quién? No volví a ver a mi hijo de tres años. Nagore salía hasta las dos de la tarde pero no la recogí. Nunca le pregunté cómo es que ese día volvió a casa. De hecho, nunca hablamos de si alguien ese día volvió o es que acaso en los catorce kilos de mi hijo nos fuimos todos y nunca más volvimos. No hay fotografía mental que, a la fecha, me dé respuesta. Después, la espera: yo recostada en una sucia silla del ministerio público de la que Fran me recogió después. Ambos esperamos, aún seguimos esperando en esa silla, aunque estemos físicamente en otro lado.
Las sedes fueron
Apoyaron
Acompañaron