Fragmento de El baile y el incendio
Regué las bromelias hace rato, cuando aún se sentía el viento frío que sopla por las mañanas en esta colonia, una de las más altas de Cuernavaca. Las bromelias son hermosas, pero también algo más. Si fueran solamente hermosas no les pondría tanta atención: la belleza es reposo, o al menos cierta forma de estabilidad, de equilibrio, y con las bromelias puedo advertir, a veces, la sospecha o el anuncio de un desorden, una inminencia de desastre; como si estuvieran a punto de cambiar siempre. Hay en ellas una tensión incómoda, como en esas cabras montesas que se sostienen con las pezuñas en la cumbre de un risco. Algunas bromelias parecen monstruos, dragones delicados, flores animales, carnales y carnívoras. Contando la que recogí en el bosque hace poco, tengo ya doce bromelias distintas. No son muchas; me gustaría tenerlas todas, las más de tres mil especies que al parecer existen. Coleccionarlas como otros coleccionan monedas o estampitas. Las imagino en un patio infinito de baldosas de barro rojo, repartidas a una distancia estándar. Soldados de un ejército improbable, alienígena; bailarinas de una compañía compuesta de tres mil solistas, paradas bajo la luz de los reflectores —el doble sol de su planeta extraño—, a la espera de mi señal para moverse.
Las sedes fueron
Apoyaron
Acompañaron